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La batalla y el confesionario


La batalla había sido dura. El enemigo había usado toda su artillería. El joven soldado se miraba una y otra vez. Su uniforme parecía más el traje de gala de un príncipe cuando salió de su cuartel y ahora no era más que un montón de harapos. Su cuerpo estaba todo magullado y lleno de heridas. Apenas podía mover las piernas. De los dos brazos sólo conservaba uno y el otro era un muñón, sus ojos estaban también muy mal...

Y lo peor era que había luchado para nada. Sí, para nada. Porque había sido el enemigo quien se había alzado con la victoria.

Poco le importaba a él; que hubiese sido sólo una batalla. Y que la guerra seguramente la ganasen los suyos. Porque para él, para el joven soldado todo estaba perdido.

Él era un inútil. No. No volvería a presentarse ante su Capitán. ¿Con qué rostro? Había deshecho la confianza que había puesto en él. Había perdido. Y eso es algo que un soldado no puede darse el lujo de hacer.

Se abandonaría hasta morir en el campo. Sí, eso sería lo mejor... mejor que acudir como un derrotado. ¿Y quién sabe a lo mejor, al llegar derrotado podrían castigarlo? Al fin y al cabo la misión de un soldado es ganar todas las batallas, no perderlas.

Una voz amiga vino a sacarlo de su ensimismamiento. Su compañero de luchas lo tomó con cuidado y con ayuda de otros lo pusieron en una camilla. Luego el amigo le dijo: "Tiene que verte el Capitán, se va alegrar mucho cuando te vea, además se va encargar de correr con los gastos de tu curación. Seguro que hasta te da una medalla". El soldado no podía creer lo que el amigo le decía e insistía en contar que había perdido la batalla. Su amigo fue tan insistente y tan convincente además, que no le quedo más remedio que ceder y acceder a ver al Capitán.

Al día siguiente, recibía la visita esperada en el hospital. Éste, al verlo, corrió y lo abrazó con fuerza, con cuidado de no lastimarlo, pasando por alto los rigores de la disciplina militar. "Es Usted un gran héroe, querido amigo. Voy a proponerlo para la medalla al mérito militar. Usted ha defendido su posición con uñas y dientes. Ahora ganó el enemigo, pero no se preocupe porque la victoria final es nuestra. Olvídese de sus heridas. Sanarán. Siento mucho lo de su brazo... le pondremos uno ortopédico. No podrá volver al mismo puesto pero estará en la retaguardia conmigo dirigiendo las escaramuzas. Si no hubiera luchado, entonces sería un desertor, pero luchó hasta el final.
El soldado apenas podía decir palabra. La emoción no se lo permitía.

Han pasado meses y el joven soldado está ya completamente restablecido. Ahora trabaja en las oficinas del cuartel dirigiendo al lado de su Capitán.(Que lo ha ascendido de grado).
Ha aprendido: No importa recibir heridas del enemigo. No importa, incluso, perder batallas. Loo realmente grave y lo que nunca debe hacerse es dejarse morir en el campo de batalla. Lo más grave es no luchar.

Llevado a nuestro campo. Dios ya sabe que podemos ser heridos en nuestra lucha contra el pecado. Lo sabe y no Le importa. Lo que quiere es que luchemos. Si somos heridos en la tentación ya su Hijo dejó un Hospital de Campaña, en el que nos curan y llenan de medallas. A ese hospital las personas suelen llamarlo "Confesionario".

Miércoles de Ceniza


Mensaje del Santo Padre para la Cuaresma 2009


¡Queridos hermanos y hermanas!
Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor —la oración, el ayuno y la limosna— para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, “ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Pregón pascual). En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre” (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

San Felipe de Jesús


Quizás todos alguna hemos oído la historia de Felipe de Jesús, ese que de niño que dentro de sus muchas travesuras le quemó la falda a su nana y como olvidar la esa exclamación de aquella cristiana “Felipe tu serás santo, cuando esa higuera reverdezca”.

Vaya reto, ¿verdad? Para darnos una idea, esa higuera estaba seca desde hacía ya varios años, eso anulaba las aspiraciones santificadoras del pequeño Felipe.

Pero los caminos del Señor son impredecibles y llegada la juventud Felipe de las Casas, cansado de una vida vacía, decide entregarse en cuerpo y alma a Dios para beneplácito de aquella mulata que tenía como nana y de sus padres.
Y el momento esperado llegó no de la forma como hubieran querido, aquella mañana del 5 de febrero de 1597, moría en la cruz marcada con el número 13 a los 24 años de edad en Nagasaki Japón, Felipe de Jesús , protomártir mexicano, que se le abrieron las puertas del cielo cuando una lanza atravesó su corazón.
En aquel instante ocurrió el milagro, la habitación de Felipe, despedía un olor a rosas, y si, así como lo pensaron “¡y la higuera reverdeció!”.
Este pequeño relato nos manifiesta los anhelos y esperanzas de un joven que decidió tener a Cristo en el centro de su vida ¿y tú? ¿Qué esperas para que tu higuera reverdezca?

 
A.C.J.M. de la Diócesis de Tehuacán - by Templates para novo blogger